Enlace a la publicación: El Observador, 12 de julio de 2021.
El acuerdo alcanzado el pasado mes, por el por el cual todos los países del G20 (las economías más grandes del planeta) se comprometen a imponer un impuesto mínimo de 15%, a los beneficios de las compañías multinacionales en aquellos lugares donde éstas operen, marca un hito histórico en el concierto fiscal internacional. Sin lugar a dudas, las crecientes necesidades de gasto público ocasionados por la pandemia actuaron como un acelerador para llegar a este resultado. Sin embargo, hace ya años que bajo la forma de impuestos digitales, varios países estaban diseñando estrategias para compensar lo desfasado que se había quedado el sistema fiscal vigente frente a la nueva economía.
El acuerdo de una tasa mínima a los beneficios de las empresas, a la que adherirán finalmente 130 países intenta resolver un tema pendiente: evitar el desvío de beneficios hacia destinos más atractivos fiscalmente para las empresas. Se estima que, a nivel global, el 40% de los beneficios de empresas multinacionales recorren ese camino. Más impactante aún: el 10% de las grandes compañías multinacionales son responsables del 98% de estas prácticas.
Tras años de emparejar hacia abajo para atraer inversiones mediante impuestos más bajos, el mundo entendió que el resultado solo beneficiaba a unos pocos. Si bien el grueso de la pérdida de recaudación global lo soportan las economías desarrolladas, un tercio corresponde a economías más pobres. Según datos del FMI una cifra mayor de la que estas últimas reciben en concepto de ayuda al desarrollo y por supuesto un porcentaje sobre el PIB más alto que en el caso de los países más ricos
No es un dilema nuevo. Una y otra vez, los gobiernos se enfrentan a la misma pregunta ¿cómo resolver la ecuación de atender las necesidades de financiamiento de los Estados, utilizando las herramientas de política fiscal y monetaria, y que el resultado sea el óptimo en términos de desarrollo, y también de cohesión social? Ya centrándonos en el capítulo de recaudación fiscal, ¿cómo asegurarse que los diferentes agentes económicos contribuyen de manera justa y eficiente para el sistema?
La idea de “justicia fiscal” es recurrente en la historia. La elaboración de la Magna Carta en la Inglaterra del siglo XIII o la propia Revolución Francesa, más de 500 años más tarde, estuvieron en parte motivadas por una búsqueda de justicia fiscal; por supuesto relativa a los estándares de las respectivas épocas.
Una idea tan antigua como la necesidad de los Estados de financiarse. Más allá de los sueños de muchos, de un mundo donde el Estado sea una figura casi decorativa, lo cierto es que casi sin excepción, en las economías más desarrolladas del planeta, el gasto público representa entre el 40% y el 60% del producto bruto. Es un agente económico fundamental en los consensos sociales modernos.
¿Cuáles son los motivos por los cuales se hizo caso omiso a prácticas que no eran ilegales, pero que para algunos gobiernos implicaba renunciar a ingresos que, desde una perspectiva de racionalidad fiscal, de algún modo “les pertenecían”?
En primer lugar, aunque está claro que el sistema impositivo internacional quedó obsoleto para acompañar la digitalización de la economía, adecuar el mismo a los nuevos modelos de negocios, no es fácil. Determinar dónde se están generando los beneficios, lo que implica a su vez establecer el origen de los ingresos y más complicado aún, dónde deberían imputarse los costes en este nuevo entorno de empresas globalizadas, dista de ser un tema sencillo.
Pero, además, varios de los gigantes corporativos generaron y generan un valor de gran envergadura más allá de la recaudación impositiva: por su impacto en el empleo; creando nuevos ecosistemas empresariales; facilitando el crecimiento de otros sectores.
Hoy el panorama es otro. Con la importancia creciente de algunas de estas empresas en su economía y por la práctica del desvío de beneficios de las mismas; Estados Unidos, por ejemplo, pierde el 20% de la recaudación de ingresos en el concepto de impuestos a las sociedades. Un monto nada despreciable.
¿Es una tasa mínima común la solución óptima para todos? No necesariamente. Los estados renuncian con esta medida a grados de libertad, y a una importante herramienta de política fiscal. Para algunos países pequeños, el atractivo de una tasa impositiva baja es una forma de compensar lo reducido de su mercado. Este es por ejemplo, el caso de Irlanda que estima perdería con la medida el 20% de sus ingresos fiscales.
Sin dudas, es injusto que los beneficios no paguen impuestos donde les toca. También lo es que algunos países solo por la dimensión de su mercado corran con tantos cuerpos de ventaja.