Enlace a la publicación, En Perspectiva, 16 de junio de 2020
El 25 de marzo llegaba a través de uno de mis grupos de Whatsapp un mensaje que traduzco lo más fielmente posible: “Estamos terminando nuestra séptima semana de enseñanza virtual, siete semanas de estar principalmente en casa y siete semanas de incertidumbre. Estamos sanos, estamos felices. Hoy somos más humildes.” Alguien trasladaba estas palabras que recibía de una amiga suya, profesora inglesa residente en China.
Reparo en ese “más humildes” y en la “incertidumbre”. A medida que la pandemia avanza en su recorrido, y mientras anhelamos que se achaten todas las curvas de contagios y muertes, esta palabra, incertidumbre, cobra mayor significado. Resulta difícil aceptar que en un mundo cada vez más inundado de información, mejor conectado, nos asalta un evento que nos deja de momento, más preguntas que respuestas.
Hace meses me invade la sensación de una película que se proyecta en diferentes cines del mundo, a distintas horas. Empezó para mí el 22 de febrero. Me llamaba mi amiga desde Milán, para comentarme que allí habían suspendido las clases. Confieso que pensé que se trataba de una exageración. Estaba yo a punto de asistir a un evento sectorial en IFEMA, el recinto ferial de Madrid, que a las pocas semanas se transformaría en un hospital improvisado. Lo vería desde Londres, evocando aquel aciago 11 de marzo de 2004, cuando el mismo lugar se había convertido en una morgue para recibir a las víctimas del atentado terrorista de Al Qaeda, en la estación de trenes de Atocha. Recordaría que esa noche, 16 años atrás había entrado a la habitación donde dormían mis hijos y me había quebrado, asumiendo desolada, nuestra vulnerabilidad.
El pasado 9 de marzo en una reunión, muchos clientes comentan que sus cadenas de producción empiezan a registrar fallos. No están recibiendo productos de algunas partes de Europa y de Asia. Empiezan a temer por lo que sucederá luego en América. Esa tarde se anuncia que cerrarán los colegios en Madrid el miércoles 11. El día 14 cierran los bares y restaurantes, el mayor empleador del país. Espacios extendidos de los hogares y las oficinas españolas. Allí se forjan amistades, amores, lealtades, se acuerdan negocios.
En estos meses las reuniones laborales, por supuesto virtuales son muy frecuentes. Aprendo de gente muy valiosa que me inspira con un torrente de nuevas ideas. Me encanta descubrir, a través de la pantalla, al gato de alguien que conozco hace varios años, y que hasta ahora sólo había visto en reuniones enfundado en riguroso traje. Sonrío porque a alguien se le ha olvidado silenciar su micrófono y se escuchan los juegos de sus hijas. En medio de la enorme preocupación, de pensar en todas las vidas que se pierden, en los que tendrán que cerrar la puerta de sus empresas forjadas con tanto esfuerzo, en los puestos de trabajo que tanto tardaremos en recuperar, suena, entre risas infantiles, la vida.
En mi casa el mundo transcurre a través de múltiples pantallas: las actividades profesionales, los currículos académicos, clases de pintura, de piano, de guitarra, de baile. Mis hijos miran películas con sus amigos en una aplicación que les permite comentarlas simultáneamente. Además, utilizan otra cámara, simplemente para verse entre ellos. Se ríen si alguno se queda dormido. Nuevamente me enseñan que somos unos bichos con una enorme capacidad de adaptación.
Explico a mis amigos por el mundo que mi familia en Uruguay está bien y que las cifras allí son muy buenas. Comentamos sesudamente la situación, como intentando resolver inocente y obstinadamente, un rompecabezas donde nos siguen faltando cantidad de piezas.
Aquí en Londres, los angustiosos sonidos de las ambulancias empiezan a disminuir. Un clima de contenido optimismo nos anima. Cada tanto, salimos a aplaudir al personal sanitario, a todos los que han dado tanto durante estos meses. Mis dos hijas menores, adolescentes, aplauden con muchas ganas. Entienden mejor que yo la historia de este país que cuando toca, aplaude al unísono. Vuelvo a recordar cuán vulnerables somos y que nuestras vidas transcurren en un escenario de gran incertidumbre. Hoy, soy un poco más humilde. Perder arrogancia, es bueno, es desprenderse de una pesada carga.
Cuando terminan los aplausos, el vecino de la esquina nos deleita tocando el saxo. Su música deviene más bonita con cada atardecer.